El director del FBI declara en su comparecencia pública que hay pesquisas sobre el nexo entre el Kremlin y el equipo de Trump
Washington.-Donald Trump se disparó en el pie. Su acusación de que Barack Obama le espió en campaña electoral ha sido rechazada por el director del FBI, James Comey. En su comparecencia ante el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, Comey ha señalado con claridad que el Departamento de Justicia no dispone de pruebas de que hubiese grabaciones ordenadas por el anterior presidente tal y como mantuvo a principios de mes el multimillonario. El desmentido deja en evidencia a Trump y muestra la vaciedad de una imputación lanzada por Twitter en pleno escándalo sobre la interferencia rusa en las elecciones estadounidenses. Un asunto que el FBI reconoció que está siendo investigado incluyendo las conexiones entre el equipo de Donald Trump y el Kremlin.
Comey vive en la cuerda floja. Elegido por la anterior Administración, es de los pocos altos cargos que sobrevivió en el puesto. Su mantenimiento no es ajeno al golpe de gracia que propinó a Hillary Clinton en el tramo final de la campaña. A menos de dos semanas de los comicios, hizo público que reabría la investigación de los correos electrónicos de la demócrata. El anuncio dio un combustible de alto octanaje a las huestes republicanas y puso a la defensiva a la candidata. El propio Trump hizo del favor un obús electoral. “Esto lo cambia todo. Es la mayor historia desde el Watergate”, proclamó. Pasados los días, las investigación del FBI concluyó, al igual que lo había hecho en julio, que no había ningún indicio de delito. Pero el daño ya estaba hecho. Clinton atribuyó su derrota a esta maniobra del FBI y Comey fue confirmado en el cargo.
Desde entonces, el director del FBI no ha podido respirar un día tranquilo. El escándalo del espionaje ruso se ha vuelto su espada de Damocles y le han puesto en rumbo de colisión con el propio Trump. Aunque Comey ha tratado de sortear el conflicto, su campo de maniobra es limitado. Las agencias de inteligencia estadounidenses han confirmado públicamente que en 2015 y 2016 piratas informáticos rusos controlados por el Kremlin jaquearon los ordenadores del Comité Nacional Demócrata y de altos cargos de Clinton, como su jefe de campaña, John Podesta. La información posteriormente fue filtrada a Wikileaks para su difusión. El objetivo, según la conclusión de los servicios secretos, era “ayudar a Trump desacreditando a Clinton”. La respuesta de Barack Obama a esta inédita interferencia electoral fue la expulsión de 35 funcionarios rusos. El presidente Vladímir Putin, en un claro gesto hacia el republicano, no contestó. “Los rusos interfirieron en nuestra campaña electoral. Nuestra democracia fue atacada y hay mucho que no sabemos”, señaló el representante demócrata Adam Schiff en la comparecencia señalando el punto de fuga de la trama.
El ciberataque ruso que en un principio benefició al multimillonario se ha vuelto una pesadilla para la Casa Blanca. La pregunta general es si el equipo de Trump estuvo implicado. Las extrañas conexiones de los hombres de presidente con el Kremlin han abonado las sospechas y derivado en escándalos de calibre mayor. En febrero, el consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, tuvo que dimitir al conocerse que ocultó que había negociado con el embajador ruso en Washington la respuesta a las represalias de Obama. Semanas después, el fiscal general, Jeff Sessions, y responsable último del FBI, tuvo que recusarse de cualquier investigación abierta sobre la conexión rusa. El motivo fue haber mentido al Senado sobre sus reuniones con el legado ruso. “Es posible que todos estos eventos e informaciones estén completamente desvinculados y no sean más una desafortunada coincidencia. Es posible. Pero también cabe que no estén desvinculadas. Entonces estaríamos ante una de las mayores traiciones a la democracia de la historia”, afirmó el demócrata Schiff.
Ante el avance del escándalo, Trump ha intentado un doble giro. Por un lado, acusó públicamente al FBI de incompetencia por no detener las filtraciones sobre el caso ni dar con sus responsables. Y al mismo tiempo, lanzó un gigantesca cortina de humo al afirmar que su predecesor le había espiado . “Qué bajo cayó el presidente Obama al grabar mis teléfonos durante el sagrado proceso electoral. Esto es Nixon/Watergate”, escribió en un tuit el 4 de marzo.
Aunque momentáneamente distrajo la atención, poco a poco el ataque se ha vuelto contra su autor. Más allá de una serie de artículos conspirativos aparecidos en medios ultramontanos, la Casa Blanca ha sido incapaz de fundamentar la imputación. Figuras del bando republicano, como John McCain, le han restado credibilidad y el propio presidente del comité de inteligencia de la Cámara de Representantes, el republicano Devin Nunnes, ha sostenido que no hay pruebas de tal espionaje. El último golpe le vino ayer del propio Comey, quien rompió la tradición de informar de investigaciones en curso. “Pero en estas circunstancias excepcionales, dado el interés público, es apropiado hacerlo”, dijo. Junto a Comey compareció el director de la Agencia Seguridad Nacional (NSA), Michael. S Rogers, quien apenas dio más que detalles generales de sus pesquisas.
Aunque en la comparecencia, los representantes republicanos quisieron derivar el caso a las filtraciones a la prensa, la declaración de que el FBI no tiene pruebas que avalen las acusaciones de Trump y de que se están investigando las conexiones de su equipo con el Kremlin, volvieron a centrar el escándalo en el centro de la diana: Donald Trump.
El País