Muere el alpinista Ueli Steck tras sufrir un accidente en el Everest

Ueli Steck Foto: El País

Ueli Steck pensó que moriría en el campo 2 del Everest, linchado por un grupo de sherpas. Fue a finales de abril 2013, y tanto el suizo como sus compañeros de expedición Simone Moro y Jonathan Griffith fueron acorralados, golpeados, pateados y amenazados de muerte. Solo la mediación de un pequeño grupo de alpinistas occidentales evitó el mayor desatino de la historia del Everest. Irónicamente, Ueli Steck (40 años, casado), la gran leyenda del alpinismo actual, ha fallecido esta mañana a resultas de una caída (aún sin explicar) en las inmediaciones del mismo campo 2 del Everest, según señalan las primeras noticias, o en las laderas del Nuptse oeste, según otras informaciones.

El inconcebible episodio de 2013 arruinó momentáneamente la ilusión de Steck, quien pidió un tiempo de reflexión y soledad: “No quiero obviar hasta qué punto estos hechos me han tocado y afectado emocionalmente, y reconozco que aún sufro las consecuencias, especialmente en las largas noches. Por tanto, os pido a todos comprensión: para mí ha llegado el momento de tomarme un tiempo de desconexión. Mis baterías están bajas de carga. Ahora necesito un tiempo de tranquilidad, ordenar mis prioridades, recargar mis energías y lograr una mejor visión del futuro”.

RÉCORDS DE VELOCIDAD DE OTRA DIMENSIÓN

Ueli Steck salió del anonimato en 2007, cuando escaló la cara norte del Eiger en 3 horas y 45 minutos, en solitario y autoasegurándose con una cuerda en un par de largos. Un año después, el 13 de febrero, rebajó su marca hasta dejarla en un registro increíble: 2 horas 47 minutos y 33 segundos. La cara norte del Eiger, en su ruta clásica, tiene 1.800 metros de desnivel y un recorrido de 2.500 metros, amén de serias dificultades técnicas. El 16 de noviembre de 2015 destrozó su registro: 2 horas, 22 minutos y 50 segundos. Ni siquiera llevaba cuerda o arnés.

Entre medias, el suizo invirtió 2 horas y 21 minutos en escalar la vía Colton-McIntyre en las Grandes Jorasses (1.200 metros de desnivel), en 2008, y apenas una hora y 56 minutos en apuntarse los 1.100 metros de la cara norte del Cervino por la vía Schmidt (2009).

Posiblemente, ninguno de sus registros, por fantásticos que sean, igualarán su viaje de ida y vuelta a la cima del Annapurna: 28 horas. El suizo perdió su cámara de fotos y no pudo probar que holló la cima. Pocos creen que mintiese, no obstante.

También de récord resultó su cabalgada alpina: todas las cimas de los Alpes en 62 días de frenesí, como también lo fue el recorrido de la emblemática arista de Peuterey al Mont Blanc: 4.500 metros de desnivel en apenas 16 horas…

Fue en la sur del Shishapangma donde el suizo ejecutó por vez primera su plan de trasladar a los ochomiles su concepción de la escalada de velocidad: en 2011 recorrió los 2.000 metros de desnivel hasta su cima en 10 horas y 30 minutos.

El suizo cerró su paréntesis de soledad con una reaparición a lo grande en la cara sur del Annapurna (8.091 metros), en otoño de ese mismo año, firmando una ascensión en solitario tan extraordinaria como inesperada: escaló la terrible vertiente sur de la montaña y regresó al campo base en poco más de 28 horas. Su gesta fue algo así como la invención de la bombilla en un mundo de velas. El futuro estaba ahí, y solo hacía falta que alguien señalase el camino correcto, una senda que Steck ya no deseaba volver a transitar: el nivel de compromiso y exposición resultó tan intenso que el suizo reconoció que era un tipo de apuesta que solo se gana una vez en la vida. No fue la única lección de Steck en el Annapurna y, para muchos, el suizo ofreció la mejor versión de su persona en 2008, cuando se embarcó en una ascensión en la arista este de la montaña que salvó la vida del rumano Horia Colibasanu, quien se negaba a abandonar a un Iñaki Ochoa de Olza moribundo. Ese día, Steck salvó a Horia y evitó que Iñaki muriera en soledad. No quiso recoger la medalla al mérito deportivo del Gobierno de Navarra.

Ueli Steck era un faro, un ejemplo de alpinismo auténtico, de escasas palabras y grandes empresas. No necesitaba vender humo para justificar sus viajes, sino que éstos decían tanto de su valía que hasta costaba interpretar el valor de lo realizado. Hacía creíble lo increíble. Y es que el suizo había logrado presentarnos un futuro con el que nadie especulaba. Si le llamaban la ‘máquina suiza’ era, sencillamente, porque había entendido que en los tiempos que corren, el alpinismo no sólo es una forma de vida sino una disciplina que, para crecer, necesitaba una revolución: su planificación científica de sus ascensiones, su dominio técnico, sus dotes de escalador en roca, hielo y mixto, su capacidad aeróbica entrenada de forma espartana y su fortaleza mental le habían conducido hasta un lugar donde no existen las casualidades. Si Steck había logrado escalar las grandes caras norte de los Alpes (Eiger, Jorasses y Cervino) invirtiendo poco más de dos horas de media en cada una de ellas, si fue capaz de desafiar en tiempo récord la sur del Annapurna, si escaló los 82 ‘cuatromiles’ de los Alpes en 62 días o si se creía capaz de completar por vez primera la travesía Everest-Lhotse (su reto, antes de fallecer) fue porque entendió que el alpinismo precisaba una revolución, un giro hacia la modernidad. Para afrontar la travesía Everest-Lhotse, Steck podía haber escogido a media docena de alpoinistas occidentales, pero escogió en cambio la compañía de Tenji Sherpa, zanjando con suma elegancia el episodio que tanto le afectó en 2013.

La temporada pasada, Steck y el Alpinista alemán David Goettler plantaron sus tiendas a los pies de la cara sur del Shishapangma (8.013 m). Buscaban el placer de una ascensión en estilo ultra ligero. En apenas siete días lograron alcanzar los 8.000 metros de altura, escalando dos vías diferentes. “Me entrené como un poseso para poder seguir a Ueli”, explicaba Goettler a EL PAÍS hace tres semanas, “pero lo que mas temía no era su fortaleza física, sino que tuviésemos que asumir riesgos exagerados. Para mi sorpresa, descubrí en Steck a una persona sumamente precavida. Cuando renunciamos por dos veces a la cima, ésta estaba a 200 metros de distancia, pero una mirada nos bastó para dar media vuelta: sabíamos que no bajaríamos de forma segura si seguíamos adelante”. La conversación con Goettler derivó enseguida hacia aquello que más le unía a Steck: el placer etéreo de recorrer paisajes salvajes de montaña a gran velocidad, tratando de conservar el delicado equilibrio entre la perfección técnica, la fortaleza física y el absurdo papel del destino.

AFP