Paris.- Y Francia dijo no. La victoria en las elecciones presidenciales de Emmanuel Macron, un exbanquero europeísta y liberal, frena la ola de descontento populista que triunfó en noviembre en las presidenciales de Estados Unidos y, antes, en el referéndum europeo de Reino Unido. Al frente del nuevo movimiento En Marche!, derrotó con rotundidad a Marine Le Pen, alineada con el presidente estadounidense Donald Trump y el ruso Vladímir Putin. Macron, que a los 39 años será el presidente más joven de la V República, conectó con las ansias de aire fresco y renovación moderada de millones de franceses, y se benefició de amplio rechazo que suscita el partido de su rival, el Frente Nacional. Macron consiguió un 65% de votos, frente a un 35% de Le Pen, según las primeras estimaciones. Después del Brexit y de Trump, no habrá Le Pen.
Nunca en la V República, con la excepción de Jacques Chirac en 2002, un presidente habrá llegado al poder con una victoria tan clara. Chirac derrotó al padre de Marine Le Pen, Jean-Marie, con un 82% de votos. El nivel de abstención también se acerca a niveles récord, un 25%, la segunda más elevada desde 1969.
La historia nunca se mueve en línea recta, ni sirven los relatos que todo lo abarcan, como demuestra la elección francesa de 2017. En el año del populismo y el nacionalismo, en unas sociedades marcadas por el hartazgo con las élites, en un momento de escepticismo con el capitalismo de libre mercado y el orden liberal internacional, de crisis de la integración europea y de miedo a los inmigrantes y refugiados, Francia emprende otro camino.
Si hace unos meses, en el mundo convulsionado por la irrupción de Trump y la salida de Reino Unido de UE, alguien hubiese pronosticado que los franceses elegirían un presidente europeísta y liberal, defensor de la globalización y partidario de la apertura de las fronteras a las personas y a las mercancías, habría pasado por un desinformado, o un incauto.
Si, además, este candidato hubiese sido banquero de inversiones —solo nueve años después de la caída del banco de inversiones Lehman Brothers, detonante de la Gran Recesión— y ministro de Economía del presidente más impopular de la V República, cualquier consultor electoral le habría aconsejado que se olvidase inmediatamente de aspirar a la presidencia.
Emmanuel Jean-Michel Frédéric Macron (Amiens, 1977), sin renunciar a ninguna de estas ideas ni esconder su biografía, desafió todas las advertencias y se convertirá en el octavo presidente de la V República. La ceremonia de traspaso de poderes con el socialista François Hollande se celebrará esta misma semana y en los próximos días nombrará a un primer ministro. Nadie le esperaba, pocos creían en él cuando hace un año lanzó En Marche!, siendo aún ministro independiente de Hollande.
“Defenderé Francia, sus intereses vitales, su imagen”, dijo Macron en un discurso solemne. “Defenderé Europa: es nuestra civilización lo que está en juego, nuestra manera de ser libres. Me esforzaré para rehacer los vínculos entre Europa y sus ciudadanos. Envío a las naciones del mundo un saludo de la Francia fraternal”.
Le Pen, tras felicitar al vencedor, anunció la transformación del Frente Nacional en un nuevo movimiento que defenderá lo que ella llama los “soberanistas” frente a los “mundialistas”.
Una mezcla de suerte y audacia explica su éxito. Tuvo la suerte de ver cómo los principales aspirantes para la presidencia iban cayendo uno a uno en las elecciones primarias (Nicolas Sarkozy y Manuel Valls), bajo el peso de los escándalos (François Fillon) o por la decisión de no presentarse (François Hollande). Y supo aprovecharla al ocupar el preciado centro político para apelar a los “dos de cada tres franceses” de los que hablaba Valéry Giscard D’Estaing en un libro de 1984: el espectro que va del centroizquierda al centroderecha, la masa crítica necesaria para emprender las siempre aplazadas reformas.
La audacia de Macron consistió en entender que, en el año del descontento con el statu quo, había espacio para un hombre como él. Criado en y por el statu quo autóctono—el producto mejor acabado de la meritocracia francesa—, rompió con el statu quo. Por su juventud, casi revolucionaria para la clase política de este país. Y por su visión al emanciparse de los partidos tradicionales en el momento en que estos estaban a punto de implosionar. El nuevo presidente ha sabido captar el humor de una parte de la sociedad francesa, harta de la vieja política y las viejas estructuras y al mismo tiempo esperanzada y optimista. Es la Francia más cosmopolita y educada, la de los ingresos más elevados y las metrópolis globalizadas, pero también de la cornisa atlántica, en parte rural, la que menos ha sufrido los embates del capitalismo transnacional.
Una parte del voto a Macron es un voto de adhesión; una parte aún mayor lo constituyen ciudadanos de derechas e izquierdas que ante todo querían frenar al Frente Nacional de Le Pen. Son votantes prestados, que no regalarán nada al presidente en los próximos meses y que en algunos aspectos —la economía, o Europa— se oponen a sus ideas.
El sistema de elecciones con dos vueltas es una diferencia clave de Francia respecto a otros países sometidos a la sacudida populista. En Francia, aunque la opción extremista se clasifique, como ocurrió en la primera vuelta del 23 de abril, en la segunda vuelta se forman mayorías que impiden su acceso al poder. Esta es la maldición del FN y Le Pen, que, pese a los avances, siguen cargando con el estigma de la ultraderecha de raíz racista, antisemita y colaboracionista. La derrota en el momento más dulce para sus ideas —excepcionalmente un candidato estaba en sintonía con Moscú y Washington, y era Marine Le Pen— abrirá una reflexión y puede hacer tambalear su liderazgo. Cuenta sin embargo con el aval de millones de votantes y la aspiración de transformarse en el primer partido de la oposición. Y la alta abstención, comparada con otras elecciones, y un resultado que dobla el de su padre, Jean-Marie, en 2002, son una señal: el frente anti-Le Pen muestra signos de debilidad.
El peligro para Macron es la fuerte contestación que encontrará a izquierda y derecha, los sempiternos bloqueos con los que cualquier presidente reformista —y casi todos llegan prometiendo, por fin, la reforma— se estrellan a los pocos meses de instalarse en el Elíseo. Antes deberá nombrar al primer ministro —las quinielas señalan desde al veterano barón centrista François Bayrou hasta una mujer procedente de la sociedad civil— y obtener una mayoría parlamentaria en las elecciones legislativas de junio.
La victoria de Macron por ahora significa más por lo que evita —el ascenso al poder de un partido extremista que quería sacar a Francia de la UE y del euro— que por sus propuestas en sí. La potencia simbólica del resultado —un hombre joven, al que ya se ha comparado con el canadiense Justin Trudeau y al que se comparará con John Kennedy en el mundo de los Trump, Putin y el Brexit— desborda los detalles programáticos de En Marche!.
Francia, pese a su menguante peso internacional y sus inseguridades existenciales, tiene en común con EE UU su vocación universal, la creencia de que la ‘idea francesa’ —los ideales de la Revolución, los derechos humanos— trasciende sus fronteras. El general De Gaulle hablaba en 1945 de “estos momentos de la historia en los que en el suelo de Francia se decidía la suerte de Europa y, a través de ella, incluso del mundo”. La elección de Emmanuel Macron es un mensaje global.
El País