Así sobrevive el último punk que se inoculó VIH en Cuba

Foto: El Universal

Gerson Govea había visto morir a amigos que lo hicieron, pero aun así se inyectó el VIH. Sobrevivió. Es el último de los frikis cubanos que practicó un singular credo de rebeldía en el mundo: punk y sida.

Han pasado 17 años desde que se inoculó el virus para evitar el acoso policial. “Conseguí un amigo que me dio la sangre, yo mismo se la extraje y me la puse”.

El pelo largo, los aretes y tatuajes amortiguan sus 42 años. Gerson vive en lo que queda del sanatorio de Pinar del Río, en el oeste de Cuba, donde fue internado.

Aunque nunca se arrepintió, confiesa a la AFP que quiere llegar a los 50. En la modesta casa, lo acompaña Yohandra Cardoso, su esposa de 44 años, enferma de sida y a quien le amputaron las piernas en 2005.

Frenética, empuja la silla de ruedas en el espacio decorado con afiches de Sex Pistols y Ramones. El día para ambos comienza con un coctel de antirretrovirales.

Gerson se inició en el metal y después abrazó el punk; a Yohandra siempre la sedujo el rock. Antes de conocerse en 2000, en el sanatorio, los hermanaba la discriminación por sus gustos. “Nos veían como indeseables”, evoca Yohandra.

“A los hombres los acusaban de peligro social”.

Son una pareja de “frikis”, una suerte de hippies a la cubana: rebeldes, amantes del ron, el sexo libre y el rock, la música del enemigo de la Guerra Fría. Una hostilidad de 54 años que Cuba y Estados Unidos terminaron diplomáticamente en 2015.

Nadie supo cuántos eran, pero algunos frikis venían de familias rotas, deambulaban sin trabajar, dormían en parques y consumían fármacos sicotrópicos, comportamientos censurados por la Revolución.

“Compartían todo: las mujeres, los hombres, la comida y las pastillas, por lo tanto estaban de una manera compartiendo la sangre”, explica el médico Jorge Pérez, exdirector del sanatorio de La Habana.

Entonces explotó el sida en Cuba y comenzaba la escasez de los 90 por el desplome del protector soviético.

“No les interesaba ningún tipo de ideología, solamente lo que hacían era oír música”, relata Dionisio Arce, líder de la banda Zeus y un friki moderado de La Habana.

Gerson era uno de los radicales. Cuando decidió inocularse ya se sentía excluido socialmente y muchos de sus amigos habían muerto en el sanatorio. Tenía 25 años. Yohandra se había contagiado antes por contacto sexual.

Hubo unos que incluso se inocularon por amor, “para poder estar con la gente que les gustaba”, suelta Gerson.

Cuba detectó el primer caso de sida en 1985 en un combatiente que regresó de África. El virus se propagó, y el gobierno dispuso que todos los enfermos y portadores de VIH fueran puestos en cuarentena para evitar una epidemia mayor.

Aun cuando solo podían salir con autorización y un acompañante, los sanatorios terminaron siendo un lugar feliz en medio de la crisis.

“Allí se les garantizaba todo: medicamentos, alimentación extraordinaria, atención”, recuerda María Gattorno, directora de la estatal Agencia Cubana del Rock.

Gattorno apadrinó a los roqueros cuando el Estado no los quería, les consiguió un sitio donde tocar, impulsó la exitosa campaña Rock contra Sida y llevó a bandas a tocar en los sanatorios.

Los frikis veían las clínicas “como el mejor de los mundos posibles”, según Gattorno, pero “sacaron mal la cuenta”, creían que la cura llegaría pronto. Se autocontagiaron y “fueron a vivir allá (…), pero lógicamente todos murieron muy rápido”.

Entre 1986 y 2015, 3.809 enfermos de sida fallecieron. Poco más de 20 mil personas vivían con el virus en este país de 11 millones de habitantes, según datos oficiales.

Antes de inocularse, Gerson armó en el sanatorio una banda de punk que no pudo tocar en público. Los músicos “tenían problemas de salud, cuando uno se sentía bien, el otro caía en cama, y cuando caía, era para morirse”.

La enfermedad dejó de ser una sentencia de muerte gracias a los antirretrovirales, y la costosa y forzosa internación llegó a su fin en 1994.

Pero el 80% de pacientes decidió no salir. “Estaban viviendo mejor en el sanatorio, además tenían miedo” a los prejuicios, sostiene Pérez, autor del libro “Sida: confesiones a un médico”.

De los 13 sanatorios quedan tres. El de Pinar del Río cerró en 2010. “Nos quedamos aquí prácticamente como okupas”, dice Yohandra. Al final el Estado les dio la casa, y les garantiza el tratamiento gratis y seis dólares al mes.

Para subsistir, Gerson hoy vende productos para manicura. Cuando puede, sale a “frikear” con Yohandra cerca del antiguo sanatorio.

“Somos los abuelos, la especie en extinción”, afirma. Mientras cantaba en tarima, Yohandra agitaba la cabeza rodeada de jóvenes roqueros.

AFP